La obra póstuma de Tony Judt
(1948-2010), representa uno de los análisis más interesantes que se han
realizado hasta la fecha del siglo XX. Escrita con la colaboración del
politólogo Timothy Snyder, en un novedoso formato de reflexiones compartidas a
lo largo de un extenso diálogo, “Pensar
el siglo XX”, representa el esfuerzo intelectual y personal de comprender
un siglo a la luz de la experiencia personal de un hombre comprometido con el
tiempo que le tocó vivir.
Esta simbiosis de historia,
recuerdos autobiográficos y ética política, comenzó a escribirse tres meses
después de aparecer en la vida de Tony Judt una enfermedad degenerativa que
precipitaría su muerte. La ELA (esclerosis lateral amiotrófica), avanzaba
rápidamente conforme Judt nos dejaba un libro póstumo cargado de una reflexión
nacida de su experiencia personal a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
La trayectoria intelectual y vital
de Tony Judt garantiza un análisis documentado y riguroso de la historia del
siglo XX. Su formación como estudiante la realiza en el King’s College de
Cambridge y en la École Normale Supèrieure de París y su docencia como
historiador se desarrolla, entre otros lugares, en las universidades de Oxford,
Cambridge, Berkeley y Nueva York, en la que fundó, en 1995, la cátedra de
Estudios Europeos.
Tony Judt, nació en Gran Bretaña en
1948, el año de la fundación del Estado de Israel. Su condición de judío, le
marcaría su trayectoria intelectual, toda vez que en subconsciente colectivo de
su familia latía la marcada huella dejada por el Holocausto. Este es el primer
capítulo del libro, el diálogo íntimo que nace entre el niño judío que vive su
infancia en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra mundial y el historiador
que amplía su perspectiva histórica analizando fríamente las consecuencias para
el mundo del Holocausto.
Entender un acontecimiento, según
Marc Bloch, exige que el historiador renuncie a un único marco y acepte la
validez de varios a la vez. Ese es el intento de Judt, comprender el Holocausto
no desde un simple punto de vista personal o familiar, sino entendido como uno
de los acontecimientos históricos que marcaron el siglo XX y cuyas consecuencias
éticas y políticas siguen pivotando sobre las relaciones internacionales entre
Israel y el resto del mundo.
El nacimiento del Estado de Israel,
el mismo año del nacimiento de Judt (1948), responde a la respuesta moral que
dieron las potencias occidentales, ganadoras de la II Guerra mundial, al
descubrimiento del Holocausto. En buena medida, se sentían responsables del
autismo que tuvieron a partir de la “Noche de los Cristales Rotos” (1938) con
el pueblo judío, su política de distensión ante Hitler en la Conferencia de
Münich del mismo año y su no intervención
hasta la ocupación de Polonia.
El propio Judt afirma que “la cruda realidad es que los judíos, el
sufrimiento y su exterminación de los judíos no constituyeron una preocupación
enorme para la mayoría de los europeos (aparte de para los judíos y los nazis)
de esa época. La importancia que hoy en día se concede al Holocausto, tanto
desde el punto de vista judío como humanitario, no emergió hasta décadas más
tarde” y concluye que “la historia de
los judíos se convierte entonces en un relato de emancipación geográfica
enfocado hacia el futuro para escapar de los lugares equivocados y encontrar el
camino hacia otros mejores”.
Aunque la cuestión judía no fue una
preocupación nuclear en el pensamiento de Judt, siempre estuvo influido por la
pertenencia afectiva y familiar a los judíos. Especialmente entusiasta fue la
experiencia dentro del movimiento kibutz en su juventud. Sus padres encontraron
una organización juvenil judía, Dror, que estaba asociada a un movimiento
kibutz y organizaba viajes de verano a Israel para jóvenes judíos ingleses.
Judt trabajó, a los quince años, durante
siete semanas en el kibutz Hakuk, en Galilea, una experiencia que resultó
altamente gratificante, porque desde ese momento, hasta después de la guerra de
los Seis Días, participó activamente en el movimiento kibutz de izquierda.
Como acertadamente reflexiona Judt,
la esencia del sionismo laborista radicaba en la promesa del Trabajo Judío: la
idea de que los jóvenes procedentes de la diáspora fuesen rescatados y
trasladados a los asentamientos
colectivos de la Palestina rural para crear allí un verdadero campesinado
judío, ni explotado ni explotador.
Fue una experiencia para Judt
gratificante, pero la guerra de los Seis Días, significó un punto de inflexión
en su relación con Israel. Su alejamiento personal fue paralelo al
distanciamiento de la izquierda internacional hacia el Estado israelí. Para
Judt, “no fue la guerra de los Seis Días
de 1967, sino más bien en el periodo transcurrido entre esa guerra y la de Yom
Kippur de 1973, cuando la izquierda internacional abandonó a Israel. Esto, creo
yo, tuvo más que ver con el trato que Israel dio a los árabes que con su
política interior, que apenas cambió durante aquellos años”.
Siendo el conflicto árabe-israelí uno de los
acontecimientos nucleares del siglo XX, no lo fue menos el desarrollo del
comunismo como forma de gobierno a partir de la Revolución rusa de 1917. La
postura de Judt a favor de la socialdemocracia, excluía su simpatía hacia una
ideología que, a partir de 1917, estableció la dictadura como eje vertebrador
de su política.
Y ello a pesar de contar con
notables intelectuales y escritores que simpatizaron con el comunismo, como fue
el caso de Eric Hobsbawm, un judío comunista elegido secretario de los
Apóstoles, una sociedad secreta autoselectiva formada por los hombres
inteligentes de Cambridge o la del propio George Orwell, aunque éste último
fuera crítico con la línea oficial del comunismo.
Su postura frente al comunismo es
muy crítica, sobre todo con respecto al estalinismo como planteamiento. La
existencia de gulags, su pacto con Hitler previo a la II Guerra Mundial, su
modelo de ocupación de Europa del Este tras la finalización del conflicto
armado son algunos de los rasgos a los que Judt se opone frontalmente. Incluso
ve paralelismos entre el comunismo y el fascismo. Para, el pensador británico “el Estado soviético estaba violenta,
decisiva y firmemente dirigido desde arriba: en aquellos primeros años, era
todo lo que los futuros fascistas ansiaban y echaban en falta en la cultura
política de sus propias sociedades. Para ellos era la confirmación de que un
partido puede hacer una revolución, hacerse con un Estado y gobernar por la
fuerza en caso necesario”.
Ni siquiera se muestra entusiasta
con la Revolución de 1968, aunque fue testigo directo del París revolucionario,
quizás la última apuesta seria de cambiar las cosas desde la izquierda. La
Primavera de Praga y antes la invasión de Hungría en 1956, había dejado claro
que lo que se escondía tras el Muro de Acero que dividía Europa en dos mitades
no era nada que pudiera ser defendido desde un óptima democrática ni
socialdemócrata.
Estos acontecimientos, a juicio de
Judt, demostraron que, en lugar de permitir a un país emerger libremente de su
autoridad, la URSS de Jruschov y de Breznev, estaba dispuesta a enviar tanques
y matar a gente para conseguir sus fines, circunstancia que socavó de manera
definitiva la simpatía que pudiera tener en el mundo occidental el comunismo
soviético.
Ante esta circunstancia, como apunta
Judt, hay tres maneras de continuar siendo un crítico del proyecto soviético y,
sin embargo, mantenerse en la extrema izquierda. La primera y menos importante
era la denominada “marxismo occidental”:
los intelectuales oscuros de la izquierda marxista que habían sido derrotados
por el comunismo oficial pero continuaban autoproclamándose portavoces de un
cierto tipo de marxismo internamente coherente. Son los casos de Antonio
Gramsci, Karl Korsch o Lucien Goldmaann.
La segunda línea era identificarse
con el Marx joven, lo que implicaba compartir el renovado aprecio y énfasis por
la faceta de Marx el filósofo, Marx el hegeliano, Marx el teórico de la
alienación.
El tercer factor, quizás el más
importante de todos, fue la Revolución china y las revoluciones campesinas que
estaban en marcha en Centroamérica, Sudamérica, el este y el oeste de África y
el sureste de Asia. Curiosamente, estas revoluciones coinciden con el
florecimiento de estudios agrícolas y sobre la revolución rural en el oeste de
Europa y en Estados Unidos.
La postura de Judt y su compromiso
político tiene que ver con los postulados socialdemócratas que nacen en el
contexto de la Segunda Internacional Socialista. El enfrentamiento en la misma
entre el grupo más radical que encabezaba Rosa Luxemburgo y el moderado de Eduard Berstein y Karl Kautsky
se salda con el nacimiento de una corriente socialdemócrata que apuesta por la
democracia para conquistar el poder por parte del proletariado. El gran debate
de la socialdemocracia alemana, desde la muerte de Marx en 1883 al estallido de
la Primera Guerra Mundial en 1914, es sobre la función que el Estado
capitalista podría y debería desempeñar para aliviar, controlar y replantear
las relaciones entre empleadores y empleados.
Es en esta última vertiente socialdemócrata
es donde Judt se encuentra plenamente identificado. Su visión vertebradora del
siglo XX por parte de esta tendencia es evidente en su simpatía hacia Léon
Blum, líder del Frente Popular que gobernó Francia en 1936 o en la visión
keynesiana para salir de la Gran Depresión.
El keynesianismo en oposición a todo
lo que representó en la otra orilla política y económica por Fiedrich Hayek,
impulsor del revisionismo económico ultraliberal de los años ochenta en Gran
Bretaña y Estados Unidos, es otra de las señas de identidad del pensamiento de
Judt. Para Keynes no se podía esperar que los sistemas resuelvan sus problemas
sin intervención. Los mercados no solo no se autorregulan de acuerdo con una
hipotética mano invisible, apuntada por Adam Smith, sino que en realidad
acumulan distorsiones autodestructivas con el tiempo. En su obra, “Teoría general” (1936) pone el poder
estatal, fiscal y monetario en el centro del pensamiento económico, en lugar de
verlos como aspectos secundarios del cuerpo de la teoría económica clásica.
Por el contrario, Hayek en su libro
“Camino de servidumbre” (1945),
argumentaba que cualquier intento de intervenir en el proceso natural del
riesgo del mercado tiene garantizado producir resultados de autoritarismo
político. Su referencia era siempre la Europa Central germanohablante, en
especial, Austria, su lugar de origen.
La idea de un Estado
intervencionista, que garantice la igualdad de oportunidades y un cierto nivel
de renta que dignifique la vida de todos los ciudadanos de un país, es más
necesaria que nunca, a la luz de los resultados macroeconómicos que está
dejando la actual crisis económica. De otra manera, como señala Judt, en
referencia a la inercia privatizadora de los Estados en las últimas décadas, la
privatización le quita al Estado la capacidad y responsabilidad para reparar
las deficiencias de la vida de la gente; elimina también ese mismo conjunto de
responsabilidades de la conciencia de sus conciudadanos, que de este modo no
sienten la carga compartida de unos dilemas comunes. Lo único que queda es el
impulso caritativo derivado de un sentimiento individual de culpa hacia las
personas que sufren.
El Estado de bienestar, fue el logro
de la izquierda democrática europea de la segunda mitad del siglo XX, en
especial de los países escandinavos, y por extensión al resto de países
independientemente del color político del gobierno de turno. La derecha liberal
aceptó que el restablecimiento de las relaciones económicas de la postguerra
mundial debía partir necesariamente de unas relaciones comerciales leales, de
un sistema cambiario estable y de equiparación en el nivel adquisitivo de todos
los ciudadanos europeos.
Sin lugar a dudas, el Estado del bienestar y
la cohesión social que este podía generar era una forma de evitar el extremismo
político de la década de 1930. Por eso, en Europa Occidental, los compromisos
entre socialdemócratas y cristianodemócratas, los Estados de bienestar y la
desideologización de la vida pública eran moneda común.
De ahí nace la emergencia del Plan
Marshall y de los acuerdos de Bretton Woods, que derivó en el período de mayor
prosperidad y estabilidad económica de la que ha disfrutado Europa en su
historia contemporánea. Al otro lado del Telón de Acero, por el contrario, el
COMECON y el Pacto de Varsovia no hicieron sino perpetuar un sistema político y
económico de sumisión hacia la URSS que se vería completamente fracasado con la
caída del Muro de Berlín en 1989 y el posterior desmoronamiento de la URSS en
1991.
Todo eso, a pesar, del impulso
renovador de Mijaíl Gorbachov evidenciado en la Perestroika y la Glasnot, un
elemento insuficiente para frenar el ansia de democracia y libertad de los
países de Europa del Este. En este sentido, Judt pone en valor la acción del
sindicato Solidaridad, de Lech Walesa o de Václav Havel con su “Revolución de
Terciopelo”.
Como gran conocedor de la historia
de Europa del Este, como evidencia la dirección de la cátedra de Estudios
Europeos en la Universidad de Nueva York, Judt sabía que el movimiento
centrífugo que se inició en el 1989 no pararía hasta la caída de la URSS y del
comunismo como modelo político.
Era una ideología que había
vertebrado el siglo XX con una intensidad mayor que el nazismo o el fascismo,
dos formas de pensar que fueron sepultadas en el mismo acto que Hitler se
suicidaba en el Führerbunker el 30 de abril de 1945. Sus páginas de terror,
están íntimamente ligadas al Holocausto, una losa demasiado pesada para haber
sobrevivido como ideología tras la II Guerra Mundial.
El fascismo, nacido en el período
entreguerras italiano, fue una respuesta al avance del comunismo y a las
deficiencias del liberalismo tras la I Guerra Mundial. Su importancia no pasa
desapercibida para Judt por cuanto despertaba simpatías en muchas capas de la
población, desde la alta burguesía, al estamento militar y la iglesia. En
algunos casos, se le veía como alternativa a un sistema liberal y democrático
caduco, sin falta de discurso en el período entreguerras, en especial en el
contexto de una Europa empobrecida.
Los marxistas más ortodoxos no
encontraban ninguna lógica de clase en los partidos fascistas. Les despreciaban
como meros representantes superestructurales de la vieja clase gobernante,
inventada e instrumentalizada con el propósito de movilizar el apoyo contra la
amenaza de la izquierda.
Muy pronto fueron la alternativa al
sistema liberal y al comunismo en países como Alemania o Italia y su extensión
provocó un conflicto bélico que dividió a España en dos mitades: la Guerra
Civil española. Curiosamente, Judt relativiza mucho esta guerra y, también, la
figura del general Franco y la dictadura que tuteló durante casi cuarenta años,
quizás porque nunca se la consideró un peligro para las democracias
occidentales de la época, sobre todo después de los Acuerdos españoles y
norteamericanos de 1953.
La Guerra Civil
española es más un marco de escenificación de lo que vendría posteriormente en
la II Guerra Mundial, a diferencia de que en España las democracias
occidentales no tomaron partido en contra del fascismo, sino que tuvieron una
postura pasiva y expectante mientras la II República española agotaba sus días.
España, cuando estalló la Guerra
Civil, estaba siguiendo un modelo que empezaba a resultar conocido: el de una
república democrática bajo la amenaza de los fascistas o, en todo caso, de unas
fuerzas antidemocráticas y reaccionarias como eran el ejército, los
terratenientes y la Iglesia. En buena medida el golpe militar de 1936, en
términos históricos, fue un golpe tradicionalmente español, en el que el
ejército, como casi siempre, afirmaba hablar y actuar en nombre de la nación
contra una clase política que estaba traicionando sus intereses.
Fue una de las grandes guerras del
siglo XX, un siglo marcado por los grandes conflictos armados y por la aparición
de los grandes totalitarismos: el fascismo, el nazismo y el comunismo
estalinista. El inicio de la I Guerra Mundial, en 1914, y la caída del Muro de
Berlín en 1989, marcan los márgenes históricos de un “siglo corto”, como lo denominó Eric Hobsbawm, uno de los padres
intelectuales de Tony Judt.
Ahora, como bien resume Judt, se
abre una reflexión crucial: consolidar algo que en el período entreguerras
parecía un sueño utópico y que no es otra cosa que el hecho de forjar unos
Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y
activamente intervencionista, que podrían abarcar sociedades en masa complejas
sin recurrir a la violencia o la represión.
La elección a la que nos enfrentamos
en la siguiente generación, subrayada por Judt en las últimas líneas del libro,
no es entre el capitalismo o el comunismo, o el final de la historia y el
retorno de la historia, sino entre la política de la cohesión basada en unos
propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del
miedo. La gestión de la crisis económica que asola el mundo y el sentimiento de
cruzada contra el islamismo radical en distintos escenarios bélicos, avalan
esta apreciación de uno de los grandes historiadores del siglo XX.