lunes, 16 de febrero de 2015

EL PAPEL DE ESPAÑA EN LA I GUERRA MUNDIAL

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            El siglo XX padeció dos grandes guerras mundiales, la construcción de un “telón de acero” en la mitad de Europa, el proceso de creación de la Unión Europea y un sinfín de acontecimientos políticos en los que España estuvo subordinada a un plano secundario y, cuando no lo estuvo, padeció una cruenta guerra civil que sirvió, una vez más, para certificar la soledad española ante los grandes democracias occidentales.
            En realidad, España padecía una larga crisis que se extendió a lo largo de todo el siglo XIX y cuyo punto de partida fue el Congreso de Viena (1814) en el que se vio marginada de las grandes decisiones que marcaron los países que defendían un modelo absolutista en Europa, incluido para una España que luchaba por establecer un modelo liberal.
            En el siglo XIX, España desapareció de facto de la primera línea política europea. Bastante tenía con reponerse de los continuos golpes de Estado y pronunciamientos, de la mediocridad de la reina Isabel II, de un Sexenio Democrático en el que se ensayó el primer modelo republicano y de una Restauración que entró en crisis en los inicios de un siglo XX que tutelaba Alfonso XIII, un rey poco preparado para afrontar una verdadera regeneración de España tras la crisis del 98.
            El reinado de Alfonso XIII requería de un impulso político que venciera las inercias que habían conducido a España al desastre del 98, a la crisis de la Restauración, a sus vicios, sus excesos, a la falta de democracia real, a su nulo peso en el contexto de las relaciones internacionales tras la pérdida de la práctica totalidad del imperio ultramarino.
            España necesitaba de un rey con una intención real de trabajar por y para la democracia, para transformar una economía rural y atrasada y para volver a colocar en el primer plano de la diplomacia a un país que había sido hacía no demasiados siglos el gran timonel del mundo.
            Desgraciadamente para España, Alfonso XIII no fue ese rey. Nacido el 15 de mayo de 1886, hijo de Alfonso XII de Borbón y de María Cristina de Habsburgo-Lorena, en el mismo momento de nacer ya era rey de España, por cuanto su padre había fallecido meses antes de su alumbramiento, aunque formalmente se proclamaría rey el 17 de mayo de 1902, cuando cumplió los 16 años y, por tanto, la mayoría de edad.
            A inicios del siglo XX, España seguía aislada de las grandes decisiones de política internacional del momento aunque tenía una posición estratégica en el Mediterráneo que le permitió participar en el Tratado de Algeciras de 1906. En este tratado se suscribió entre España y Francia un protectorado sobre Marruecos, decisión ratificada en el Tratado de Fez (1912) por el que ambos países establecieron su zona de influencia sobre el territorio marroquí. A su vez, España había firmado los acuerdos de Cartagena (1907) con las potencias de la Entente para la salvaguardia de los intereses económicos españoles y la preservación de nuestras fronteras exteriores, en especial de las Islas Baleares y Canarias.
            Ese posicionamiento a favor de Francia y en contra de los intereses de Alemania podía haber servido de indicio sobre la participación de España en la I Guerra Mundial al lado de los aliados de la Triple Entente pero no fue así. La estrategia de Alfonso XIII en la I Guerra Mundial resultó ser un juego de equilibrios entre lo que le marcaba su corazón y lo que, finalmente, le dictó su cabeza.
 Contaba con una tradición cultural y militarista que le acercaba a los Imperios Centrales. Era primo del rey de Alemania, Guillermo II, sobrino del rey de Austria, Francisco José e hijo de la también austriaca, María Cristina de Habsburgo-Lorena. Emocionalmente pertenecía a un bando que apoyaba la derecha española, que apostaba por los viejos valores militaristas y antiliberales, donde tan cómodo se sentía Alfonso XIII. Esa era su verdadera dimensión emocional porque, también, compartía lazos familiares con la familia real británica. El rey español era primo del rey Jorge V, esposo de Victoria Eugenia de Battenberg, cuyo hermano, el príncipe Mauricio, murió en el frente de la I Guerra Mundial y, también, era amigo personal del presidente de Francia, Raymond Poincaré.
            Su cabeza le recomendaba prudencia, entre otras cosas porque al frente del gobierno español se encontraba un aliadófilo, Eduardo Dato, del Partido Liberal Conservador que muy pronto, el 7 de agosto de 1914, publicaría en la Gaceta de Madrid el decreto por el que España se declaraba neutral ante el estallido de la I Guerra Mundial. Además, el sucesor al frente de la Presidencia del Gobierno fue otro aliadófilo. Se trataba de Álvaro de Figueroa, el conde de Romanones, del Partido Liberal, autor, muy probablemente, de un editorial en el Diario Universal de título “Neutralidades que matan” en la que apostaba abiertamente por una intervención de España al lado de la Entente, posibilidad que sondeó el propio Alfonso XIII a cambio de la ciudad de Tánger. Además de ello, se debe considerar el temor fundado del rey de la invasión de las Islas Canarias y Baleares por parte de británicos y franceses,  en el caso que España se pusiera del lado alemán.
            Para salvaguardar cualquier tipo de duda y en espera de que algún día la neutralidad española permitiera un arbitraje a favor de los intereses estratégicos nacionales, Alfonso XIII asumiría a costa de su propia cuenta corriente, no de las arcas del Estado, la creación en las dependencias del Palacio Real de la “Oficina pro-cautivos”. Esta institución intercedería en más de 200.000 peticiones de información de familiares de soldados de ambos bandos, intermediación en el intercambio de prisioneros, liberación y repatriación de los mismos, una iniciativa por la cual el rey de España sería propuesto como candidato a Premio Nobel de la Paz en 1917.
            Su neutralidad se mantendría firme a pesar del hundimiento por parte de submarinos alemanes de barcos mercantes españoles a partir de 1917 y a pesar, también, de la actitud germanófila de Antonio Maura, presidente del gobierno español en los últimos meses de la guerra. Alemania acusaba a los barcos españoles de transportar material de guerra a los países de la Entente, aunque la respuesta española fue muy diferente a la de EEUU que acabarían entrando en la guerra en abril de 1917 alegando como acto de guerra el hundimiento de sus barcos mercantes por parte de Alemania.
            Para España la Gran Guerra significó, en su primera fase, una oportunidad para facilitar el despegue económico de la nación. Los países en guerra necesitaban alimentos, armas, uniformes, metal y carbón y debían conseguirlo en países neutrales como España. Esta es una de las razones principales del crecimiento de la industria textil catalana, la minería del carbón, la siderurgia vasca y la agricultura cerealista castellana. Todo ello provocó un superávit en la balanza comercial española hasta conseguir cancelar la deuda externa española, circunstancia que no se aprovechó para modernizar el país ni para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, causa que explicaría el estallido de la crisis de 1917, en la que la izquierda española, encabezada por el PSOE y los partidos republicanos apostaron por derribar el gobierno del liberal  Manuel García Prieto, al que considerarían contrario a los intereses de la clase obrera.
            Resuelta la crisis a golpe de represión policial y de censura en la prensa con la aplicación de la Ley de Jurisdicciones a varios periódicos y el establecimiento de la censura previa, incluso del servicio telegráfico y telefónico, además de la ejecución de una Ley de Represión del Espionaje, que afectó a cinco periódicos, el camino quedaba expedito para encarar de manera enérgica la fase final de la Guerra de Marruecos donde se viviría uno de los episodios más tristes de la historia militar española. Se trata del Desastre de Annual, en 1921, y sus terribles consecuencias políticas con el inicio de la dictadura de Primo de Rivera.
            La citada Guerra de Marruecos o Guerra del Rif se había iniciado a raíz de la firma del Tratado de Algeciras, ratificado en Fez en 1912 y se resolvió con el desembarco en la Bahía de Alhucemas en 1925. Solo el estallido de la I Guerra Mundial abrió un paréntesis para el desarrollo de las operaciones militares del ejército español y la estabilización de las líneas del frente de combate.
            La Gran Guerra discurría lentamente ante la mirada aparentemente pasiva de países como España y de la actitud de los distintos gobiernos y del propio Alfonso XIII, convertido por efecto de la Oficina Pro-cautivos en una especie de benefactor de causas perdidas entre miles de familias desesperadas que no podían ponerse en contacto con sus familiares en el frente de combate.
            Las noticias de la Gran Guerra llegaban al Palacio Real y alegraban el ánimo o bien de la reina Victoria Eugenia de Battenberg o bien de la Reina Madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena con la aparente neutralidad de Alfonso XIII que, en el fondo, quería la victoria de Alemania y Austria-Hungría. La guerra se vivía con pasión y desesperación en la vida de palacio porque había sentimientos encontrados entre sus propios miembros que presionaban en uno u otro sentido al rey, Alfonso XIII para ayudar, aunque fuese de manera clandestina, a uno u otro bando.
            Sin embargo España se mantuvo neutral hasta el final de la guerra porque bastante tenía con solucionar los problemas internos que tenía, con un ejército mal equipado y con el enquistamiento de una aparente democracia que reclamaba más que nunca una regeneración en mayúsculas y a la que nada ayudaba el contexto internacional de crisis económica y enfrentamiento armado entre las principales potencias mundiales. Alfonso XIII acabó asumiendo la corriente de aparente neutralidad que propugnaba la propia iglesia católica impulsada por el Papa, Benedicto XV y seguida por todo el obispado español salvo excepciones puntuales como la del arzobispo de Tarragona, monseñor Antolín López Peláez, abierto defensor de la causa francesa en la guerra.
            En cualquier caso el ninguneo hacia España se evidenció, de nuevo, en las negociaciones de los Tratados de París que pusieron fin a la I Guerra Mundial, donde, al igual que en el Tratado de Viena, ni siquiera fue invitada como observadora. El único consuelo que mitigaba este aislamiento internacional fue la invitación a participar en la nueva Sociedad de Naciones recién constituida tras las firma de los citados Tratados de París. España permanecería en este organismo internacional, predecesor de la actual ONU, hasta el 9 de mayo de 1939, fecha en la que el nuevo Jefe del Estado, el general Franco, decidió abandonarla unilateralmente.
            Eran tiempos de una fuerte nacionalización del discurso político, de una construcción de un discurso nacionalista que excluía a aquellos que se habían mostrado neutrales ante la guerra. En este sentido, la I Guerra Mundial significó la convulsión, no solo de las relaciones internacionales, sino también de la articulación de una nueva dialéctica ideológica que se basaba en el concepto de Estado-nación. A esta inercia se sumaría la postura de los partidos de izquierdas ante la Gran Guerra.
El conflicto bélico supone el canto del cisne del discurso internacionalista de la izquierda democrática europea. El movimiento obrero, en su mayoría, apostó por la defensa de los intereses de su nación por encima de la primigenia ideología marxista de la internacionalización del proletariado como fórmula para vencer la presión de intereses políticos y empresariales nacionales. Todo ello supone la vulneración de una de las resoluciones más importantes del Congreso de Basilea (1869). Se trata de la cuarta resolución, que excluye la rivalidad entre las distintas naciones para conseguir fines políticos.
            El PSOE, como fuerza emergente tras la firma del acuerdo de la Conjunción Republicano-Socialista, se opone a la I Guerra Mundial pero simpatiza con la victoria aliada de Francia e Inglaterra porque ésta representaba, por encima de todo, la pervivencia de la democracia en Europa y la posibilidad de la defensa de los intereses de la clase obrera por cauces democráticos.
            La I Guerra Mundial supone, en definitiva, una oportunidad perdida para España para posicionarse de nuevo como una nación próspera, influyente, relevante en el contexto de las relaciones internacionales. La década de los diez en España fue para olvidar. Se inicia con la Semana Trágica de Barcelona (1909) y se cierra con el Desastre de Annual (1921). Era un preludio de unos presuntos felices años veinte en los que España siguió con su ostracismo de la mano de una dictadura del general Primo de Rivera, consentida y alentada por el rey, Alfonso XIII, entre otras cosas porque tapaba su propia negligencia en la Guerra de Marruecos, explicitada en el Informe Picasso.
            La esperanza de abrir un siglo XX que superara la tragedia para España de 1898, que regenerara la vida pública y que prestigiara a nuestro país se desvaneció muy pronto con la postura ambigua y camaleónica de Alfonso XIII en la resolución de todos los problemas que fue gestionando, desde su proclamación como rey, en 1902 hasta su exilio en 1931.

           
           
           
           
           
           
           
           
           
           

            

jueves, 25 de julio de 2013

TONY JUDT: PENSAR EL SIGLO XX

 


            La obra póstuma de Tony Judt (1948-2010), representa uno de los análisis más interesantes que se han realizado hasta la fecha del siglo XX. Escrita con la colaboración del politólogo Timothy Snyder, en un novedoso formato de reflexiones compartidas a lo largo de un extenso diálogo, “Pensar el siglo XX”, representa el esfuerzo intelectual y personal de comprender un siglo a la luz de la experiencia personal de un hombre comprometido con el tiempo que le tocó vivir.
            Esta simbiosis de historia, recuerdos autobiográficos y ética política, comenzó a escribirse tres meses después de aparecer en la vida de Tony Judt una enfermedad degenerativa que precipitaría su muerte. La ELA (esclerosis lateral amiotrófica), avanzaba rápidamente conforme Judt nos dejaba un libro póstumo cargado de una reflexión nacida de su experiencia personal a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
            La trayectoria intelectual y vital de Tony Judt garantiza un análisis documentado y riguroso de la historia del siglo XX. Su formación como estudiante la realiza en el King’s College de Cambridge y en la École Normale Supèrieure de París y su docencia como historiador se desarrolla, entre otros lugares, en las universidades de Oxford, Cambridge, Berkeley y Nueva York, en la que fundó, en 1995, la cátedra de Estudios Europeos.
            Tony Judt, nació en Gran Bretaña en 1948, el año de la fundación del Estado de Israel. Su condición de judío, le marcaría su trayectoria intelectual, toda vez que en subconsciente colectivo de su familia latía la marcada huella dejada por el Holocausto. Este es el primer capítulo del libro, el diálogo íntimo que nace entre el niño judío que vive su infancia en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra mundial y el historiador que amplía su perspectiva histórica analizando fríamente las consecuencias para el mundo del Holocausto.
            Entender un acontecimiento, según Marc Bloch, exige que el historiador renuncie a un único marco y acepte la validez de varios a la vez. Ese es el intento de Judt, comprender el Holocausto no desde un simple punto de vista personal o familiar, sino entendido como uno de los acontecimientos históricos que marcaron el siglo XX y cuyas consecuencias éticas y políticas siguen pivotando sobre las relaciones internacionales entre Israel y el resto del mundo.
            El nacimiento del Estado de Israel, el mismo año del nacimiento de Judt (1948), responde a la respuesta moral que dieron las potencias occidentales, ganadoras de la II Guerra mundial, al descubrimiento del Holocausto. En buena medida, se sentían responsables del autismo que tuvieron a partir de la “Noche de los Cristales Rotos” (1938) con el pueblo judío, su política de distensión ante Hitler en la Conferencia de Münich del mismo año y  su no intervención hasta la ocupación de Polonia.
            El propio Judt afirma que “la cruda realidad es que los judíos, el sufrimiento y su exterminación de los judíos no constituyeron una preocupación enorme para la mayoría de los europeos (aparte de para los judíos y los nazis) de esa época. La importancia que hoy en día se concede al Holocausto, tanto desde el punto de vista judío como humanitario, no emergió hasta décadas más tarde” y concluye que “la historia de los judíos se convierte entonces en un relato de emancipación geográfica enfocado hacia el futuro para escapar de los lugares equivocados y encontrar el camino hacia otros mejores”.
            Aunque la cuestión judía no fue una preocupación nuclear en el pensamiento de Judt, siempre estuvo influido por la pertenencia afectiva y familiar a los judíos. Especialmente entusiasta fue la experiencia dentro del movimiento kibutz en su juventud. Sus padres encontraron una organización juvenil judía, Dror, que estaba asociada a un movimiento kibutz y organizaba viajes de verano a Israel para jóvenes judíos ingleses.
            Judt trabajó, a los quince años, durante siete semanas en el kibutz Hakuk, en Galilea, una experiencia que resultó altamente gratificante, porque desde ese momento, hasta después de la guerra de los Seis Días, participó activamente en el movimiento kibutz de izquierda.
            Como acertadamente reflexiona Judt, la esencia del sionismo laborista radicaba en la promesa del Trabajo Judío: la idea de que los jóvenes procedentes de la diáspora fuesen rescatados y trasladados  a los asentamientos colectivos de la Palestina rural para crear allí un verdadero campesinado judío, ni explotado ni explotador.
            Fue una experiencia para Judt gratificante, pero la guerra de los Seis Días, significó un punto de inflexión en su relación con Israel. Su alejamiento personal fue paralelo al distanciamiento de la izquierda internacional hacia el Estado israelí. Para Judt, “no fue la guerra de los Seis Días de 1967, sino más bien en el periodo transcurrido entre esa guerra y la de Yom Kippur de 1973, cuando la izquierda internacional abandonó a Israel. Esto, creo yo, tuvo más que ver con el trato que Israel dio a los árabes que con su política interior, que apenas cambió durante aquellos años”.
            Siendo el conflicto árabe-israelí uno de los acontecimientos nucleares del siglo XX, no lo fue menos el desarrollo del comunismo como forma de gobierno a partir de la Revolución rusa de 1917. La postura de Judt a favor de la socialdemocracia, excluía su simpatía hacia una ideología que, a partir de 1917, estableció la dictadura como eje vertebrador de su política.
            Y ello a pesar de contar con notables intelectuales y escritores que simpatizaron con el comunismo, como fue el caso de Eric Hobsbawm, un judío comunista elegido secretario de los Apóstoles, una sociedad secreta autoselectiva formada por los hombres inteligentes de Cambridge o la del propio George Orwell, aunque éste último fuera crítico con la línea oficial del comunismo.
            Su postura frente al comunismo es muy crítica, sobre todo con respecto al estalinismo como planteamiento. La existencia de gulags, su pacto con Hitler previo a la II Guerra Mundial, su modelo de ocupación de Europa del Este tras la finalización del conflicto armado son algunos de los rasgos a los que Judt se opone frontalmente. Incluso ve paralelismos entre el comunismo y el fascismo. Para, el pensador británico “el Estado soviético estaba violenta, decisiva y firmemente dirigido desde arriba: en aquellos primeros años, era todo lo que los futuros fascistas ansiaban y echaban en falta en la cultura política de sus propias sociedades. Para ellos era la confirmación de que un partido puede hacer una revolución, hacerse con un Estado y gobernar por la fuerza en caso necesario”.
            Ni siquiera se muestra entusiasta con la Revolución de 1968, aunque fue testigo directo del París revolucionario, quizás la última apuesta seria de cambiar las cosas desde la izquierda. La Primavera de Praga y antes la invasión de Hungría en 1956, había dejado claro que lo que se escondía tras el Muro de Acero que dividía Europa en dos mitades no era nada que pudiera ser defendido desde un óptima democrática ni socialdemócrata.
            Estos acontecimientos, a juicio de Judt, demostraron que, en lugar de permitir a un país emerger libremente de su autoridad, la URSS de Jruschov y de Breznev, estaba dispuesta a enviar tanques y matar a gente para conseguir sus fines, circunstancia que socavó de manera definitiva la simpatía que pudiera tener en el mundo occidental el comunismo soviético.
            Ante esta circunstancia, como apunta Judt, hay tres maneras de continuar siendo un crítico del proyecto soviético y, sin embargo, mantenerse en la extrema izquierda. La primera y menos importante era la denominada “marxismo occidental”: los intelectuales oscuros de la izquierda marxista que habían sido derrotados por el comunismo oficial pero continuaban autoproclamándose portavoces de un cierto tipo de marxismo internamente coherente. Son los casos de Antonio Gramsci, Karl Korsch o Lucien Goldmaann.
            La segunda línea era identificarse con el Marx joven, lo que implicaba compartir el renovado aprecio y énfasis por la faceta de Marx el filósofo, Marx el hegeliano, Marx el teórico de la alienación.
            El tercer factor, quizás el más importante de todos, fue la Revolución china y las revoluciones campesinas que estaban en marcha en Centroamérica, Sudamérica, el este y el oeste de África y el sureste de Asia. Curiosamente, estas revoluciones coinciden con el florecimiento de estudios agrícolas y sobre la revolución rural en el oeste de Europa y en Estados Unidos.
            La postura de Judt y su compromiso político tiene que ver con los postulados socialdemócratas que nacen en el contexto de la Segunda Internacional Socialista. El enfrentamiento en la misma entre el grupo más radical que encabezaba Rosa Luxemburgo  y el moderado de Eduard Berstein y Karl Kautsky se salda con el nacimiento de una corriente socialdemócrata que apuesta por la democracia para conquistar el poder por parte del proletariado. El gran debate de la socialdemocracia alemana, desde la muerte de Marx en 1883 al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, es sobre la función que el Estado capitalista podría y debería desempeñar para aliviar, controlar y replantear las relaciones entre empleadores y empleados.
            Es en esta última vertiente socialdemócrata es donde Judt se encuentra plenamente identificado. Su visión vertebradora del siglo XX por parte de esta tendencia es evidente en su simpatía hacia Léon Blum, líder del Frente Popular que gobernó Francia en 1936 o en la visión keynesiana para salir de la Gran Depresión.
            El keynesianismo en oposición a todo lo que representó en la otra orilla política y económica por Fiedrich Hayek, impulsor del revisionismo económico ultraliberal de los años ochenta en Gran Bretaña y Estados Unidos, es otra de las señas de identidad del pensamiento de Judt. Para Keynes no se podía esperar que los sistemas resuelvan sus problemas sin intervención. Los mercados no solo no se autorregulan de acuerdo con una hipotética mano invisible, apuntada por Adam Smith, sino que en realidad acumulan distorsiones autodestructivas con el tiempo. En su obra, “Teoría general” (1936) pone el poder estatal, fiscal y monetario en el centro del pensamiento económico, en lugar de verlos como aspectos secundarios del cuerpo de la teoría económica clásica.
            Por el contrario, Hayek en su libro “Camino de servidumbre” (1945), argumentaba que cualquier intento de intervenir en el proceso natural del riesgo del mercado tiene garantizado producir resultados de autoritarismo político. Su referencia era siempre la Europa Central germanohablante, en especial, Austria, su lugar de origen.
            La idea de un Estado intervencionista, que garantice la igualdad de oportunidades y un cierto nivel de renta que dignifique la vida de todos los ciudadanos de un país, es más necesaria que nunca, a la luz de los resultados macroeconómicos que está dejando la actual crisis económica. De otra manera, como señala Judt, en referencia a la inercia privatizadora de los Estados en las últimas décadas, la privatización le quita al Estado la capacidad y responsabilidad para reparar las deficiencias de la vida de la gente; elimina también ese mismo conjunto de responsabilidades de la conciencia de sus conciudadanos, que de este modo no sienten la carga compartida de unos dilemas comunes. Lo único que queda es el impulso caritativo derivado de un sentimiento individual de culpa hacia las personas que sufren.
            El Estado de bienestar, fue el logro de la izquierda democrática europea de la segunda mitad del siglo XX, en especial de los países escandinavos, y por extensión al resto de países independientemente del color político del gobierno de turno. La derecha liberal aceptó que el restablecimiento de las relaciones económicas de la postguerra mundial debía partir necesariamente de unas relaciones comerciales leales, de un sistema cambiario estable y de equiparación en el nivel adquisitivo de todos los ciudadanos europeos.
  Sin lugar a dudas, el Estado del bienestar y la cohesión social que este podía generar era una forma de evitar el extremismo político de la década de 1930. Por eso, en Europa Occidental, los compromisos entre socialdemócratas y cristianodemócratas, los Estados de bienestar y la desideologización de la vida pública eran moneda común.
            De ahí nace la emergencia del Plan Marshall y de los acuerdos de Bretton Woods, que derivó en el período de mayor prosperidad y estabilidad económica de la que ha disfrutado Europa en su historia contemporánea. Al otro lado del Telón de Acero, por el contrario, el COMECON y el Pacto de Varsovia no hicieron sino perpetuar un sistema político y económico de sumisión hacia la URSS que se vería completamente fracasado con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el posterior desmoronamiento de la URSS en 1991.
            Todo eso, a pesar, del impulso renovador de Mijaíl Gorbachov evidenciado en la Perestroika y la Glasnot, un elemento insuficiente para frenar el ansia de democracia y libertad de los países de Europa del Este. En este sentido, Judt pone en valor la acción del sindicato Solidaridad, de Lech Walesa o de Václav Havel con su “Revolución de Terciopelo”.
            Como gran conocedor de la historia de Europa del Este, como evidencia la dirección de la cátedra de Estudios Europeos en la Universidad de Nueva York, Judt sabía que el movimiento centrífugo que se inició en el 1989 no pararía hasta la caída de la URSS y del comunismo como modelo político.
            Era una ideología que había vertebrado el siglo XX con una intensidad mayor que el nazismo o el fascismo, dos formas de pensar que fueron sepultadas en el mismo acto que Hitler se suicidaba en el Führerbunker el 30 de abril de 1945. Sus páginas de terror, están íntimamente ligadas al Holocausto, una losa demasiado pesada para haber sobrevivido como ideología tras la II Guerra Mundial.
            El fascismo, nacido en el período entreguerras italiano, fue una respuesta al avance del comunismo y a las deficiencias del liberalismo tras la I Guerra Mundial. Su importancia no pasa desapercibida para Judt por cuanto despertaba simpatías en muchas capas de la población, desde la alta burguesía, al estamento militar y la iglesia. En algunos casos, se le veía como alternativa a un sistema liberal y democrático caduco, sin falta de discurso en el período entreguerras, en especial en el contexto de una Europa empobrecida.
            Los marxistas más ortodoxos no encontraban ninguna lógica de clase en los partidos fascistas. Les despreciaban como meros representantes superestructurales de la vieja clase gobernante, inventada e instrumentalizada con el propósito de movilizar el apoyo contra la amenaza de la izquierda.
            Muy pronto fueron la alternativa al sistema liberal y al comunismo en países como Alemania o Italia y su extensión provocó un conflicto bélico que dividió a España en dos mitades: la Guerra Civil española. Curiosamente, Judt relativiza mucho esta guerra y, también, la figura del general Franco y la dictadura que tuteló durante casi cuarenta años, quizás porque nunca se la consideró un peligro para las democracias occidentales de la época, sobre todo después de los Acuerdos españoles y norteamericanos de 1953.
 La Guerra Civil española es más un marco de escenificación de lo que vendría posteriormente en la II Guerra Mundial, a diferencia de que en España las democracias occidentales no tomaron partido en contra del fascismo, sino que tuvieron una postura pasiva y expectante mientras la II República española agotaba sus días.
            España, cuando estalló la Guerra Civil, estaba siguiendo un modelo que empezaba a resultar conocido: el de una república democrática bajo la amenaza de los fascistas o, en todo caso, de unas fuerzas antidemocráticas y reaccionarias como eran el ejército, los terratenientes y la Iglesia. En buena medida el golpe militar de 1936, en términos históricos, fue un golpe tradicionalmente español, en el que el ejército, como casi siempre, afirmaba hablar y actuar en nombre de la nación contra una clase política que estaba traicionando sus intereses.
            Fue una de las grandes guerras del siglo XX, un siglo marcado por los grandes conflictos armados y por la aparición de los grandes totalitarismos: el fascismo, el nazismo y el comunismo estalinista. El inicio de la I Guerra Mundial, en 1914, y la caída del Muro de Berlín en 1989, marcan los márgenes históricos de un “siglo corto”, como lo denominó Eric Hobsbawm, uno de los padres intelectuales de Tony Judt.
            Ahora, como bien resume Judt, se abre una reflexión crucial: consolidar algo que en el período entreguerras parecía un sueño utópico y que no es otra cosa que el hecho de forjar unos Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionista, que podrían abarcar sociedades en masa complejas sin recurrir a la violencia o la represión.
            La elección a la que nos enfrentamos en la siguiente generación, subrayada por Judt en las últimas líneas del libro, no es entre el capitalismo o el comunismo, o el final de la historia y el retorno de la historia, sino entre la política de la cohesión basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo. La gestión de la crisis económica que asola el mundo y el sentimiento de cruzada contra el islamismo radical en distintos escenarios bélicos, avalan esta apreciación de uno de los grandes historiadores del siglo XX.

 

EL RETORNO AL ESPÍRITU DE SANTILLANA DEL MAR



El 30 de agosto de 2003, encarando un otoño clave para las aspiraciones del PSOE en las Elecciones Generales de marzo de 2004, comenzaba en la localidad cántabra de Santillana del Mar la reunión del Consejo Territorial del PSOE. Casi diez años después, el PSOE y el PSC vuelven a estar en la oposición y el espíritu de Santillana del Mar ha sido borrado completamente, entre otras cosas porque la gestión del mismo fue desastrosa.
            Lo que debería haber sido un punto de partida para una imprescindible reforma de nuestro modelo territorial a partir de los postulados socialistas del siglo XXI, se ha transformado en un conflicto que amenaza con romper, por un lado, el modelo de Estado y, por otro, el marco de relaciones entre dos partidos hermanos: el PSOE y el PSC.
            Justamente el espíritu y la letra de la declaración de Santillana del Mar trataban de establecer un marco sólido de relaciones institucionales entre todas las regiones y comunidades autónomas de España, basado en los principios de pluralidad y lealtad constitucional, teniendo como punto de referencia el título VIII de nuestra Constitución.
Para el encuentro se había preparado un documento titulado “La España plural: La España constitucional, la España unida, la España en positivo” del que, en primer lugar, destaca su título, el concepto de la España plural tan utilizado por Zapatero y cuyo primer usuario fue Pascual Maragall que lo venía manejando desde hacía dos años. La primera vez que lo utilizó fue en una conferencia leída en el Club Siglo XXI, el 8 de febrero de 2001, y presentada por el propio Zapatero en la que el dirigente catalán habló de su proyecto para España y de un nuevo consenso constitucional en el que se reconocieran los hechos diferenciales de Cataluña y Euskadi.
En Santillana del Mar se expresó la conveniencia de abordar la reforma de la estructura del Estado pero sin abandonar el Estado de las Autonomías diseñado por la Constitución de 1978. La resolución planteaba unas reformas de carácter general como potenciar el Senado como auténtica Cámara territorial, al tiempo que se admitía la posibilidad de acometer otras eventuales reformas particulares o estatutarias con el fin de atender las demandas de incremento competencial y de mayor participación en las tareas estatales por parte de aquellas que lo plantean a través de la reformas estatutarias.
            Curiosamente el término federal no se mencionaba en el documento pero está claro que todo aquello que allí se planteó iba en la línea de federalización del Estado de las Autonomías, con una reforma constitucional limitada a acoger la nueva configuración y funciones del Senado.
En la nueva doctrina del PSOE de aquellos tiempos se empezaba a usar el concepto de “España plural” con cierta naturalidad. El término fue utilizado en la reunión de Santillana del Mar, donde se decía que “la esencia de la unidad de España es el reconocimiento de su pluralidad y que el Estado Autonómico no sólo es respetuoso con la pluralidad de las autonomías, sino que lo es también con la singularidad y la particularidad de hacer valer-sin quebranto de los principios constitucionales y los derechos iguales de los ciudadanos-las Comunidades Autónomas o cada Comunidad Autónoma”. Como vemos no se utilizaba el término “hechos diferenciales” pero usaba un sinónimo que es “singularidades”, lo que implica la aceptación velada de la asimetría, piedra angular desde el proceso constituyente del nacionalismo catalán y vasco, para el reconocimiento de sus “hechos diferenciales”, todo ello para que las “Comunidades Autónomas se sientan cómodas, y para que el espacio común y compartido sea habitable y aceptable para todos”.
Este esfuerzo de reforma no nacería fruto de una reforma general de todos los Estatutos de Autonomía, sino como resultado de la bilateralidad propia de reformas estatutarias particulares. Esto, lógicamente, no tiene nada que ver con un proyecto federal al uso, ni con una estructura de Estado integral, sino más bien con un “federalismo asimétrico que el PSOE no había defendido nunca desde el proyecto constituyente de 1978 hasta ese año de 2003, y que sería traducido en papel en el Estatuto de Cataluña con la aquiescencia del Grupo Parlamentario del PSOE en el Congreso y con la del propio Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2005.
            Otro de los aspectos claves de Santillana del Mar fue marcar una serie de líneas rojas que no podían ser traspasadas por las reformas estatutarias promovidas o apoyadas por los socialistas españoles, algo que, posteriormente, se traspasaría con el Estatuto de Cataluña. En la declaración se propuso una “oposición frontal a todo segregacionismo o pseudosoberanismo”, en referencia a los primeros pasos del Plan Ibarretxe, y se quiso ajustar a una “impecable adecuación a la Constitución, a sus valores, y a la integridad política y territorial de España” y apostó por un amplio consenso social y político para fundar la iniciativa de la reforma estatutaria y congruencia en el proyecto político socialista. Algunas de estas líneas rojas no veían explicadas en el proyecto original y fueron incorporadas a partir de enmiendas de Rodríguez Ibarra y José Bono, pero no se cerró un tope competencial que no pudiese rebasar ningún estatuto de autonomía.
            El balance final de la reunión de Santillana del Mar es que todos los miembros de la misma salieron más o menos contentos. De un lado, el partido salió reforzado en su imagen de ocuparse de temas de interés nacional, los “barones regionales”, con Bono y Rodríguez Ibarra a la cabeza, también mostraron su satisfacción al haber marcado ciertas líneas rojas al modelo de Estado y los socialistas vascos vieron reconocidas sus preocupaciones a la vez que frenaban al Plan Ibarretxe. Los socialistas catalanes, por su parte, se mostraron especialmente satisfechos y así, para Joaquín Nadal “el documento intenta poner de manifiesto que el modelo constitucional está suficientemente maduro para que se pueda impulsar y hacer posible la diversidad y pluralidad so que nadie tiemble” y Pascual Maragall apuntó que “hemos puesto las bases del segundo cuarto de siglo de la España democrática…la España plural ha dado un paso de gigante y ha echado a andar con paso firme”.
Para finalizar, el secretario general, José Luis Rodríguez Zapatero, en el discurso de clausura de las Jornadas de Santillana del Mar, destacó que esta declaración contiene un proyecto que consigue “madurar la España constitucional”, al desarrollar aspectos de la Constitución de 1978 que habían permanecido durante 25 años sin ningún tipo de cambio. Alabó la necesidad de dar un nuevo proyecto para la estructura territorial del Estado, sin cambiar el modelo del Estado de las Autonomías. Sobre todo destacó las propuestas de carácter general que habían salido de la reunión como la reforma del Senado y mecanismos de cooperación y como idea final y con respecto a las reformas estatutarias insistió que su objetivo era la mejora de las prestaciones de los ciudadanos y de la inmediatez y accesibilidad de las instituciones, exigiendo en todo caso la “adecuación a la Constitución”.
En el contexto actual donde más que nunca urge una revisión a fondo del funcionamiento del Estado autonómico y en el que el PSOE debe marcar una posición unitaria al respecto, sería bueno retomar el espíritu de Santillana del Mar. Eso sí, no traicionarle si no afianzarle con el horizonte de sentar las bases de una España plural en el que convivan en armonía todas las nacionalidades y regiones de España. Y para ello la aportación del PSOE debe ser clave, eso sí, con un discurso claro y meditado  y en el que todas las federaciones del partido sean leales y que, en ningún caso, vuelvan a traicionar el espíritu de aportaciones tan importantes en la historia socialista como la nacida en la reunión celebrada en Santillana del Mar.