El siglo XX padeció dos grandes
guerras mundiales, la construcción de un “telón de acero” en la mitad de
Europa, el proceso de creación de la Unión Europea y un sinfín de
acontecimientos políticos en los que España estuvo subordinada a un plano
secundario y, cuando no lo estuvo, padeció una cruenta guerra civil que sirvió,
una vez más, para certificar la soledad española ante los grandes democracias
occidentales.
En realidad, España padecía una
larga crisis que se extendió a lo largo de todo el siglo XIX y cuyo punto de
partida fue el Congreso de Viena (1814) en el que se vio marginada de las
grandes decisiones que marcaron los países que defendían un modelo absolutista
en Europa, incluido para una España que luchaba por establecer un modelo
liberal.
En el siglo XIX, España desapareció
de facto de la primera línea política europea. Bastante tenía con reponerse de
los continuos golpes de Estado y pronunciamientos, de la mediocridad de la
reina Isabel II, de un Sexenio Democrático en el que se ensayó el primer modelo
republicano y de una Restauración que entró en crisis en los inicios de un
siglo XX que tutelaba Alfonso XIII, un rey poco preparado para afrontar una
verdadera regeneración de España tras la crisis del 98.
El reinado de Alfonso XIII requería
de un impulso político que venciera las inercias que habían conducido a España
al desastre del 98, a la crisis de la Restauración, a sus vicios, sus excesos,
a la falta de democracia real, a su nulo peso en el contexto de las relaciones
internacionales tras la pérdida de la práctica totalidad del imperio
ultramarino.
España necesitaba de un rey con una
intención real de trabajar por y para la democracia, para transformar una
economía rural y atrasada y para volver a colocar en el primer plano de la
diplomacia a un país que había sido hacía no demasiados siglos el gran timonel
del mundo.
Desgraciadamente para España,
Alfonso XIII no fue ese rey. Nacido el 15 de mayo de 1886, hijo de Alfonso XII
de Borbón y de María Cristina de Habsburgo-Lorena, en el mismo momento de nacer
ya era rey de España, por cuanto su padre había fallecido meses antes de su
alumbramiento, aunque formalmente se proclamaría rey el 17 de mayo de 1902,
cuando cumplió los 16 años y, por tanto, la mayoría de edad.
A inicios del siglo XX, España
seguía aislada de las grandes decisiones de política internacional del momento
aunque tenía una posición estratégica en el Mediterráneo que le permitió
participar en el Tratado de Algeciras de 1906. En este tratado se suscribió
entre España y Francia un protectorado sobre Marruecos, decisión ratificada en
el Tratado de Fez (1912) por el que ambos países establecieron su zona de
influencia sobre el territorio marroquí. A su vez, España había firmado los
acuerdos de Cartagena (1907) con las potencias de la Entente para la
salvaguardia de los intereses económicos españoles y la preservación de
nuestras fronteras exteriores, en especial de las Islas Baleares y Canarias.
Ese posicionamiento a favor de
Francia y en contra de los intereses de Alemania podía haber servido de indicio
sobre la participación de España en la I Guerra Mundial al lado de los aliados
de la Triple Entente pero no fue así. La estrategia de Alfonso XIII en la I
Guerra Mundial resultó ser un juego de equilibrios entre lo que le marcaba su
corazón y lo que, finalmente, le dictó su cabeza.
Contaba con una
tradición cultural y militarista que le acercaba a los Imperios Centrales. Era
primo del rey de Alemania, Guillermo II, sobrino del rey de Austria, Francisco
José e hijo de la también austriaca, María Cristina de Habsburgo-Lorena.
Emocionalmente pertenecía a un bando que apoyaba la derecha española, que
apostaba por los viejos valores militaristas y antiliberales, donde tan cómodo
se sentía Alfonso XIII. Esa era su verdadera dimensión emocional porque,
también, compartía lazos familiares con la familia real británica. El rey
español era primo del rey Jorge V, esposo de Victoria Eugenia de Battenberg,
cuyo hermano, el príncipe Mauricio, murió en el frente de la I Guerra Mundial y,
también, era amigo personal del presidente de Francia, Raymond Poincaré.
Su cabeza le recomendaba prudencia,
entre otras cosas porque al frente del gobierno español se encontraba un
aliadófilo, Eduardo Dato, del Partido Liberal Conservador que muy pronto, el 7
de agosto de 1914, publicaría en la Gaceta de Madrid el decreto por el que
España se declaraba neutral ante el estallido de la I Guerra Mundial. Además,
el sucesor al frente de la Presidencia del Gobierno fue otro aliadófilo. Se
trataba de Álvaro de Figueroa, el conde de Romanones, del Partido Liberal,
autor, muy probablemente, de un editorial en el Diario Universal de título
“Neutralidades que matan” en la que apostaba abiertamente por una intervención
de España al lado de la Entente, posibilidad que sondeó el propio Alfonso XIII
a cambio de la ciudad de Tánger. Además de ello, se debe considerar el temor
fundado del rey de la invasión de las Islas Canarias y Baleares por parte de
británicos y franceses, en el caso que
España se pusiera del lado alemán.
Para salvaguardar cualquier tipo de
duda y en espera de que algún día la neutralidad española permitiera un
arbitraje a favor de los intereses estratégicos nacionales, Alfonso XIII
asumiría a costa de su propia cuenta corriente, no de las arcas del Estado, la
creación en las dependencias del Palacio Real de la “Oficina pro-cautivos”.
Esta institución intercedería en más de 200.000 peticiones de información de
familiares de soldados de ambos bandos, intermediación en el intercambio de
prisioneros, liberación y repatriación de los mismos, una iniciativa por la
cual el rey de España sería propuesto como candidato a Premio Nobel de la Paz
en 1917.
Su neutralidad se mantendría firme a
pesar del hundimiento por parte de submarinos alemanes de barcos mercantes
españoles a partir de 1917 y a pesar, también, de la actitud germanófila de
Antonio Maura, presidente del gobierno español en los últimos meses de la
guerra. Alemania acusaba a los barcos españoles de transportar material de guerra
a los países de la Entente, aunque la respuesta española fue muy diferente a la
de EEUU que acabarían entrando en la guerra en abril de 1917 alegando como acto
de guerra el hundimiento de sus barcos mercantes por parte de Alemania.
Para España la Gran Guerra
significó, en su primera fase, una oportunidad para facilitar el despegue
económico de la nación. Los países en guerra necesitaban alimentos, armas,
uniformes, metal y carbón y debían conseguirlo en países neutrales como España.
Esta es una de las razones principales del crecimiento de la industria textil
catalana, la minería del carbón, la siderurgia vasca y la agricultura
cerealista castellana. Todo ello provocó un superávit en la balanza comercial
española hasta conseguir cancelar la deuda externa española, circunstancia que
no se aprovechó para modernizar el país ni para mejorar las condiciones de vida
de los trabajadores, causa que explicaría el estallido de la crisis de 1917, en
la que la izquierda española, encabezada por el PSOE y los partidos
republicanos apostaron por derribar el gobierno del liberal Manuel García Prieto, al que considerarían
contrario a los intereses de la clase obrera.
Resuelta la crisis a golpe de
represión policial y de censura en la prensa con la aplicación de la Ley de
Jurisdicciones a varios periódicos y el establecimiento de la censura previa,
incluso del servicio telegráfico y telefónico, además de la ejecución de una
Ley de Represión del Espionaje, que afectó a cinco periódicos, el camino
quedaba expedito para encarar de manera enérgica la fase final de la Guerra de
Marruecos donde se viviría uno de los episodios más tristes de la historia militar
española. Se trata del Desastre de Annual, en 1921, y sus terribles
consecuencias políticas con el inicio de la dictadura de Primo de Rivera.
La citada Guerra de Marruecos o
Guerra del Rif se había iniciado a raíz de la firma del Tratado de Algeciras,
ratificado en Fez en 1912 y se resolvió con el desembarco en la Bahía de
Alhucemas en 1925. Solo el estallido de la I Guerra Mundial abrió un paréntesis
para el desarrollo de las operaciones militares del ejército español y la
estabilización de las líneas del frente de combate.
La Gran Guerra discurría lentamente
ante la mirada aparentemente pasiva de países como España y de la actitud de
los distintos gobiernos y del propio Alfonso XIII, convertido por efecto de la
Oficina Pro-cautivos en una especie de benefactor de causas perdidas entre
miles de familias desesperadas que no podían ponerse en contacto con sus familiares
en el frente de combate.
Las noticias de la Gran Guerra
llegaban al Palacio Real y alegraban el ánimo o bien de la reina Victoria
Eugenia de Battenberg o bien de la Reina Madre, María Cristina de
Habsburgo-Lorena con la aparente neutralidad de Alfonso XIII que, en el fondo,
quería la victoria de Alemania y Austria-Hungría. La guerra se vivía con pasión
y desesperación en la vida de palacio porque había sentimientos encontrados
entre sus propios miembros que presionaban en uno u otro sentido al rey, Alfonso
XIII para ayudar, aunque fuese de manera clandestina, a uno u otro bando.
Sin embargo España se mantuvo
neutral hasta el final de la guerra porque bastante tenía con solucionar los
problemas internos que tenía, con un ejército mal equipado y con el
enquistamiento de una aparente democracia que reclamaba más que nunca una
regeneración en mayúsculas y a la que nada ayudaba el contexto internacional de
crisis económica y enfrentamiento armado entre las principales potencias
mundiales. Alfonso XIII acabó asumiendo la corriente de aparente neutralidad
que propugnaba la propia iglesia católica impulsada por el Papa, Benedicto XV y
seguida por todo el obispado español salvo excepciones puntuales como la del
arzobispo de Tarragona, monseñor Antolín López Peláez, abierto defensor de la
causa francesa en la guerra.
En cualquier caso el ninguneo hacia
España se evidenció, de nuevo, en las negociaciones de los Tratados de París
que pusieron fin a la I Guerra Mundial, donde, al igual que en el Tratado de
Viena, ni siquiera fue invitada como observadora. El único consuelo que
mitigaba este aislamiento internacional fue la invitación a participar en la
nueva Sociedad de Naciones recién constituida tras las firma de los citados
Tratados de París. España permanecería en este organismo internacional,
predecesor de la actual ONU, hasta el 9 de mayo de 1939, fecha en la que el
nuevo Jefe del Estado, el general Franco, decidió abandonarla unilateralmente.
Eran tiempos de una fuerte
nacionalización del discurso político, de una construcción de un discurso
nacionalista que excluía a aquellos que se habían mostrado neutrales ante la
guerra. En este sentido, la I Guerra Mundial significó la convulsión, no solo
de las relaciones internacionales, sino también de la articulación de una nueva
dialéctica ideológica que se basaba en el concepto de Estado-nación. A esta
inercia se sumaría la postura de los partidos de izquierdas ante la Gran
Guerra.
El conflicto bélico supone el canto del cisne del
discurso internacionalista de la izquierda democrática europea. El movimiento
obrero, en su mayoría, apostó por la defensa de los intereses de su nación por
encima de la primigenia ideología marxista de la internacionalización del
proletariado como fórmula para vencer la presión de intereses políticos y
empresariales nacionales. Todo ello supone la vulneración de una de las
resoluciones más importantes del Congreso de Basilea (1869). Se trata de la
cuarta resolución, que excluye la rivalidad entre las distintas naciones para
conseguir fines políticos.
El PSOE, como fuerza emergente tras
la firma del acuerdo de la Conjunción Republicano-Socialista, se opone a la I
Guerra Mundial pero simpatiza con la victoria aliada de Francia e Inglaterra
porque ésta representaba, por encima de todo, la pervivencia de la democracia
en Europa y la posibilidad de la defensa de los intereses de la clase obrera
por cauces democráticos.
La I Guerra Mundial supone, en
definitiva, una oportunidad perdida para España para posicionarse de nuevo como
una nación próspera, influyente, relevante en el contexto de las relaciones
internacionales. La década de los diez en España fue para olvidar. Se inicia
con la Semana Trágica de Barcelona (1909) y se cierra con el Desastre de Annual
(1921). Era un preludio de unos presuntos felices años veinte en los que España
siguió con su ostracismo de la mano de una dictadura del general Primo de
Rivera, consentida y alentada por el rey, Alfonso XIII, entre otras cosas
porque tapaba su propia negligencia en la Guerra de Marruecos, explicitada en
el Informe Picasso.
La esperanza de abrir un siglo XX
que superara la tragedia para España de 1898, que regenerara la vida pública y
que prestigiara a nuestro país se desvaneció muy pronto con la postura ambigua
y camaleónica de Alfonso XIII en la resolución de todos los problemas que fue
gestionando, desde su proclamación como rey, en 1902 hasta su exilio en 1931.